“El viento sopla, las hojas caen y, sin embargo, no sentimos que perdemos algo, porque sabemos que el cambio es parte de la naturaleza.”
— Thich Nhat Hanh
El 22 de septiembre, la Ciudad de México entró oficialmente en la estación del otoño. Las calles se transformarán en paisajes cubiertos de hojas doradas, y la naturaleza se replegará poco a poco en un ciclo de renovación. El aire se enfriará y el cielo cambiará de tonos vibrantes a un sepia melancólico. El otoño, con su belleza nostálgica y su atmósfera de transición, nos invita de forma simbólica a la introspección. Es una temporada que refleja el cambio constante en nuestras vidas: lo que floreció en primavera y maduró en verano, ahora comienza a desvanecerse para dar paso a una nueva fase.
En el plano emocional, el otoño despierta una sensación de pérdida que no siempre se percibe con tristeza, sino con una mezcla entre nostalgia y aceptación serena. Tal como las hojas caen de los árboles para que estos puedan concentrar su energía en lo esencial, el otoño nos recuerda que la vida es un proceso cíclico de cambios. Este reconocimiento nos lleva a soltar lo que ya no nos sirve y a abrazar el constante flujo de la existencia. Es aquí donde encontramos un paralelo con el budismo, en especial con su enseñanza sobre la impermanencia (anicca), que nos recuerda que la transformación es la única constante en la vida.
La relatividad de la vejez desde la perspectiva budista
En la filosofía budista, la vida está marcada por tres características fundamentales: la impermanencia (anicca), el sufrimiento (dukkha) y la ausencia de un yo permanente (anatta). De estas tres, la impermanencia es esencial para entender nuestra percepción del envejecimiento. Según el budismo, todo en el universo está en un constante estado de cambio; nada permanece igual de un momento al siguiente. En este sentido, la idea de la vejez, tal como la concebimos en el contexto occidental, es relativa, y su comprensión se transforma a la luz de esta enseñanza.
Desde el momento en que nacemos, ya estamos envejeciendo. Este proceso no es algo que ocurra de manera súbita cuando alcanzamos cierta edad, sino que se desarrolla desde el primer aliento. La noción de impermanencia nos enseña que no hay un momento específico en el que comenzamos a envejecer, pues el envejecimiento es simplemente un aspecto más del flujo continuo de la vida. Lo que llamamos “vejez” no es más que una construcción social, una etiqueta que utilizamos para describir un estado particular del cuerpo en un punto determinado del tiempo. Sin embargo, este estado no es diferente de cualquier otro en cuanto a su naturaleza transitoria.
El budismo nos invita a liberarnos del sufrimiento que nace del apego a la permanencia. Este apego se manifiesta a menudo en nuestra preocupación por el envejecimiento o en el temor a la muerte. Sin embargo, al aceptar que la vida es impermanente, aprendemos a dejar ir estas ansiedades. La vejez, desde esta perspectiva, no es algo que debamos temer o evitar, sino una fase natural en el ciclo vital.
Es importante recordar que, en el budismo, el envejecimiento no se limita al aspecto físico. Así como el cuerpo cambia con el tiempo, también lo hacen nuestras emociones y nuestra mente. La práctica de la meditación y la atención plena nos enseña a observar estos cambios con ecuanimidad, aceptando la transitoriedad sin apegarnos al pasado ni temer al futuro. Esto nos permite vivir cada momento con una comprensión profunda de la impermanencia, lo que disminuye nuestro sufrimiento.
Desde esta perspectiva, la vejez es relativa. Al no existir un “yo” permanente, no hay un sujeto fijo que realmente envejezca. En su lugar, sólo hay un conjunto de fenómenos que cambian continuamente. La vejez, entonces, no es más que un nombre que le damos a una etapa particular de ese proceso de cambio. Al comprender esta realidad, podemos liberarnos de la angustia que la idea del envejecimiento puede generar.
El otoño de la vida
Así como en otoño los árboles sueltan sus hojas, nosotros también podemos aprender a soltar. Las estaciones de la vida nos enseñan a fluir con los cambios y a aceptar cada etapa por lo que es: una oportunidad para crecer, para reflexionar y para prepararnos para lo que viene. En la práctica budista, esta estación de la vida nos invita a aceptar nuestra impermanencia y a vivir en paz con el presente. Al igual que las hojas de los árboles que caen para nutrir el suelo, nuestra vida se transforma para dar lugar a algo nuevo. Comprender esto nos permite enfrentar nuestra vida con serenidad, sabiendo que el cambio es, en última instancia, el motor que impulsa el ciclo de la existencia.