Podemos reprimir la ira y la agresión o desahogarlas, en ambos casos empeorando las cosas para nosotros mismos y para los demás. O bien podemos practicar la paciencia.
Por Pema Chödrön. Traducido de lionsroar.com
Las enseñanzas budistas nos dicen que la paciencia es el antídoto contra la ira y la agresión. Cuando sentimos agresión en todas sus formas —resentimiento, amargura, ser muy críticos, quejarnos, entre otras— podemos aplicar las diferentes prácticas que se nos han dado y todos los buenos consejos que hemos escuchado y dado a otros. Pero muchas veces eso no parece ayudarnos. Por eso esta enseñanza sobre la paciencia llamó mi atención hace algunos años: porque es muy difícil saber qué hacer cuando uno siente ira y agresión.
Pensé: si la paciencia es el antídoto de la agresión, quizá debería probar. En el proceso aprendí mucho sobre lo que es la paciencia y lo que no es. Me gustaría compartir contigo lo que he aprendido, para animarte a descubrir por ti mismo cómo funciona la paciencia frente a la agresión.
Para empezar, aprendí sobre la paciencia y el cese del sufrimiento. Se dice que la paciencia es una forma de desescalar la agresión. Aquí pienso en la agresión como sinónimo de dolor. Cuando nos sentimos agresivos —y, en cierto sentido, esto aplica a cualquier emoción intensa— hay una cualidad de urgencia que nos empuja a buscar una resolución. Duele tanto sentir la agresión que queremos que desaparezca.
¿Qué hacemos normalmente? Justo lo que aumenta la agresión y el sufrimiento. Atacamos, devolvemos el golpe. Algo hiere nuestros sentimientos y al principio hay una cierta suavidad —si eres rápido, puedes captarla—, pero por lo general ni siquiera notamos que existe. De pronto nos encontramos en medio de un estado mental caliente, ruidoso, palpitante, con ganas de desquitarnos: una cualidad muy dura. Con nuestras palabras o acciones, para escapar del dolor de la agresión, generamos aún más agresión y dolor.
La paciencia tiene mucho que ver con volverse inteligente en ese punto y simplemente esperar: no hablar ni hacer nada. Pero también significa ser totalmente honesto contigo mismo respecto al hecho de que estás furioso.
En una ocasión, cuando estaba muy enojada con un colega, lo llamé por teléfono. Ni siquiera recuerdo ahora por qué estaba molesta, pero en ese momento no podía dormir de la rabia. Intenté meditar con mi enojo y trabajar con él, practicar con él, pero nada funcionó, así que me levanté a media noche y lo llamé. Cuando contestó, lo único que dije fue: “Hola, Yeshe”. E inmediatamente me preguntó: “¿Hice algo mal?”. Pensé cubrir dulcemente lo que sentía y decir algo agradable sobre todas las cosas malas que había hecho. Pero solo por el tono de mi saludo, él lo supo. Así es la agresión: no puedes hablar porque todos sienten la vibración. No importa lo que digas, es como si estuvieras sentado sobre un barril de dinamita.
La paciencia no tiene nada que ver con reprimir. Más bien es una relación suave y honesta contigo mismo. Significa dejar de alimentar el diálogo interno de culpas, críticas y autorreproches, aun cuando estés furioso. Es permanecer con la confusión y el dolor que trae la ira sin tratar de sofocarlos ni actuarlos.
Practicar la paciencia implica un tipo de valentía: no huir de la energía de la ira ni tratar de resolverla apresuradamente, sino permanecer con ella, como quien cabalga un tigre salvaje. Con el tiempo uno descubre que no hay resolución sólida, que la energía sube, permanece un tiempo y se disuelve por sí sola. Esa es la verdadera transformación: dejar de buscar certezas donde solo hay procesos cambiantes.
La paciencia se convierte entonces en una práctica mágica: un cambio radical del hábito humano de dividir las cosas entre correcto e incorrecto, de buscar seguridad a toda costa. Es cultivar valor, ternura y curiosidad hacia uno mismo.
La enseñanza fundamental del Buda es que el sufrimiento surge del apego. Y al observar profundamente, descubrimos que detrás de cualquier dolor —ira, duelo, celos, irritación— hay siempre algo a lo que nos aferramos. En ese instante tenemos una elección: solidificarnos o soltar, cerrarnos o abrirnos.
A veces no podemos soltar de inmediato, y allí la paciencia vuelve a ser el antídoto: ser pacientes con el hecho de no poder soltar. Ir trabajando con las pequeñas cosas antes de enfrentar las grandes. Practicar a un ritmo amoroso, según lo permita nuestra sabiduría básica.
La paciencia también tiene humor y ligereza. No se trata de “aguantar estoicamente”, sino de tratarnos con amabilidad ante nuestras imperfecciones. Es aprender a relajarnos con nuestras limitaciones, a bajar los estándares que nos aprisionan.
Como decía Atisha: “Sea lo que ocurra, sé paciente”. Tanto si la situación es dolorosa como si es placentera, la paciencia abre un espacio de libertad.
Al final, lo más importante es ser pacientes con el hecho de ser humanos, con nuestros errores repetidos, con nuestras caídas. Más que hacerlo perfecto, lo esencial es volver a intentar una y otra vez, con una actitud bondadosa hacia nosotros mismos y hacia los demás. Así podemos inspirarnos mutuamente en el simple y valiente gesto de no dejarnos arrastrar por la agresión.
Pema Chödrön
Pema Chödrön es maestra budista estadounidense, autora, monja y madre, que inspira a millones en todo el mundo con su mensaje sencillo y profundo de practicar la paz en tiempos turbulentos. En libros como The Wisdom of No Escape y The Places that Scare You, nos ha ayudado a descubrir cómo la dificultad y la incertidumbre pueden ser oportunidades de despertar. Actualmente es maestra residente en el Monasterio Gampo Abbey en Nueva Escocia, y discípula de Dzigar Kongtrul y del difunto Chögyam Trungpa. Más información en pemachodronfoundation.org.