Por el Dalai Lama.
En el Tíbet, pensamos que muchas enfermedades se pueden curar con un solo remedio llamado amor y compasión. Estas cualidades son la fuente primordial de la felicidad humana, y la necesidad que tenemos de ellas reposa en el fondo de nuestro ser. Por desdicha, hace ya demasiado tiempo que el amor y la compasión han desaparecido de muchas esferas de la vida social. Por lo general, su expresión se limita al hogar y al ámbito familiar. Cuando se manifiestan en la vida pública, se considera que están fuera de lugar o incluso que son una actitud algo ingenua. Es lamentable. En mi opinión, la práctica de la compasión no es un síntoma de idealismo poco realista, al contrario, es la manera más eficaz de defender los intereses de los demás al mismo tiempo que los nuestros. Cuanto más depende una nación, grupo o individuo de los demás, más le conviene asegurar el bienestar ajeno para proteger sus propios intereses.
No es suficiente reconocer la importancia de la armonía, es solo con la práctica del altruismo que se logran las soluciones y la cooperación. Una mente entregada a la compasión es como un depósito rebosante, una fuente constante de energía, determinación y bondad. Al igual que una semilla, cultivar este tipo de mente produce muchas cualidades como el perdón, la tolerancia, la fuerza interior y la confianza necesaria para superar el miedo y la inseguridad. La mente compasiva es como un elixir, porque es capaz de transformar una situación mala en algo favorable. Por eso, no debemos limitar nuestras expresiones de amor y compasión a nuestra familia o nuestros amigos. Tampoco hemos de pensar que es responsabilidad exclusiva del clero, del sistema hospitalario o de la asistencia social; la compasión es algo que incumbe a cada uno de los componentes de la comunidad humana.
Ya se trate de un conflicto en el área política, económica o religiosa, una actitud altruista es a menudo la única solución. A veces, los conceptos que utilizamos para solucionar un problema son los mismos que lo causan. Cuando parece imposible lograr un acuerdo, ambas partes deben recordar la naturaleza humana básica que las une. Esto las ayudará a salir del atasco, y a la larga, será más fácil para todos alcanzar sus metas. Aunque ninguna de las partes se sienta plenamente satisfecha, si ambas pueden ofrecer concesiones, al menos se podrá evitar el peligro de agravar el conflicto. Puesto que todos sabemos que este tipo de solución es la mejor manera de resolver los problemas, ¿por qué no la empleamos con más frecuencia?
Cuando observo la ausencia de cooperación que prevalece en la sociedad humana, solo puedo llegar a la conclusión que su origen es el desconocimiento total de nuestra interdependencia. Me conmueve el ejemplo de los insectos pequeños como las abejas: ellas se acogen a las leyes de la naturaleza que les dictan que deben colaborar para sobrevivir, y por eso poseen un sentido espontáneo de responsabilidad social. No tienen constitución, ni leyes, ni policía, ni religión, ni capacitación ética, pero por instinto trabajan lealmente en colaboración. Es posible que a veces se peleen, pero en general, una colmena sobrevive con base en la cooperación. En cambio, nosotros los seres humanos tenemos constituciones, sistemas jurídicos y servicios de seguridad muy extensos. Tenemos religiones, una inteligencia extraordinaria y un corazón con una gran capacidad de amar. Sin embargo, pese a nuestras cualidades excepcionales, en la práctica nos quedamos muy a la zaga de esos pequeños insectos. Pienso inclusive que desde cierto punto de vista somos más miserables que las abejas.
Por ejemplo, millones de personas viven hacinadas en las grandes ciudades, pero a pesar de esa proximidad, muchas de ellas se sienten muy solas. Algunas no tienen a nadie con quien compartir sus sentimientos más profundos, y viven en un estado de perpetua agitación. Es muy triste. No somos animales solitarios que se asocian únicamente para acoplarse. Si fuera así, ¿para qué edificar tantas ciudades grandes y chicas? A pesar de ser animales sociales destinados a vivir juntos, lamentablemente carecemos del sentido de responsabilidad hacia nuestros semejantes. ¿Quién tiene la culpa? ¿Nuestra arquitectura social? ¿La estructura del núcleo familiar y de la comunidad que sostienen nuestra sociedad? ¿O acaso la tienen los recursos exteriores como las máquinas, la ciencia y la tecnología? Yo pienso que no.
Estoy convencido de que a pesar de los rápidos avances de nuestra civilización durante el siglo XX, la causa principal de la situación complicada en que nos encontramos es el énfasis excesivo que ponemos en el mero desarrollo material. Sin darnos cuenta, enfrascados en este afán, hemos desatendido nuestras necesidades humanas fundamentales como el amor, la bondad, la cooperación y la consideración. Cuando no conocemos a una persona, o si no hallamos algún motivo para sentir un vínculo con un individuo o grupo particular, nos limitamos a ignorarlos. ¡Pero hay que saber que todo el desarrollo de la sociedad humana está basado en la ayuda mutua entre la personas! Si se ha perdido el sentimiento de humanidad fundamental que nos sostiene, las mejoras materiales ya no tienen sentido. Para mí es evidente que el sentido auténtico de responsabilidad solo puede surgir si desarrollamos la compasión. Un sentimiento espontáneo de empatía hacia los demás es lo único que nos puede motivar verdaderamente para actuar de manera altruista.